domingo, 14 de junio de 2009

"Después de la lluvia"


Desde el balcón de un cuarto piso frente al Malecón, Raúl contemplaba los últimos colores de la tarde habanera. A sus pies, el rollo de nylon ya preparado con los avíos, le invitaba a probar suerte en el mar levemente picado que se mecía a sólo unos metros de sus pies, tentándolo. Una leve llovizna era lo que quedaba del copioso aguacero que, apenas unos minutos antes, hacía correr por la cuneta la basura de dos semanas acumulada en las calles del populoso barrio de Centrohabana. "Después de la lluvia salen los peces", se dijo para animarse. La pesca en el Malecón y las salidas furtivas con Martha a alguna que otra fiesta, eran sus únicas formas de diversión, de escapar por algunas horas de una realidad cada día más difícil. "Raulito, ¿no vas a bajar hoy?.Mira que la tarde está buenísima y a lo mejor resolvemos el almuerzo de mañana." La voz de la madre desde la cocina, terminó por decidirlo. Con un movimiento ágil levantó con el pie el carrete y lo lanzó hacia arriba, atrapándolo con las manos, en una especie de maniobra circense. Se puso a toda prisa un descolorido t-shirt y se dirigió a la cocina:
- A ver, ¿qué hay de comer en esta casa hoy?- le preguntó, abrazándola por detrás.
- Una tremenda sopa. Te vas a chupar los dedos.
- Lo de tremenda quiere decir que nada más tiene fideos, ¿no?.
- ¿Y qué tú quieres, filete?.- le dijo sonriendo. Todavía no he terminado el curso de magia, así que hoy comerás sopa.
- Sí, pero de pargo, - le contestó Raúl alzando el carrete en su mano. Superfisherman va al ataque.
- Está bien, pero ten cuidado, ¿sí?. Nada de disparates.
- No te preocupes, vieja. Tú sabes que yo no entro en eso.
Disparatebalsamalecónmadrugada-frío-estrechodefloridaguardacostamiedotiburón-olasdetresmetroshambresedinsolaciónmuertelibertadyaquecarajoimporta... Mientras bajaba los escalones de dos en dos, pensó por un momento en Carolina, la rubia que era capaz de tirarse a cualquiera con tal de entrar a una discoteca, en Pedrito, el tipo que más cuentos de relajo se sabía en todo el Pre, en Andrés, siempre con su guitarra a cuestas cantando canciones de Silvio y Pablo y últimamente también de Willi Chirino, en El Flaco, su socio del alma, con quien había compartido penas y glorias, causas y azares. El Flaco le dijo en el último minuto lo de la balsa: "Asere, nos vamos mañana pa' la Yuma. Esta mierda no hay quien la aguante. Ven con nosotros". El tono del Flaco era de absoluta resolución y Raúl no dudó ni por un instante que aquello fuera cierto, aunque se resistiera a creerlo. "Broder, hazme caso, esto se jodió hace tiempo. Aquí no hay más nada que hacer". Raúl ni siquiera lo pensó. Cuando la vieja se enterara, no sobreviviría al susto, a la incertidumbre. Además, quizás hubiera esperanzas todavía. Perdería su grupo, es cierto, pero quién sabe, quizás algún día las cosas cambiaran... Cuando el Flaco se percató de la irreversibilidad de su negativa y entendió, o simuló entender sus razones, no insistió más. "Confío en ti, -le dijo. De esto no se puede enterar nadie, si no, nos parten la vida. Tú lo sabes". Tras un fuerte abrazo, el Flaco se quitó de la muñeca el Citizen de esfera dorada que le había prestado tantas veces para impresionar a las niñas. "Toma, te lo dejo. Allá me compraré otro." Raúl no quiso aceptarlo, pero el Flaco insistió. "Tómalo. Yo hice una lista de todas mis cosas con los nombres de la gente a las que quiero que se las entreguen. A ti no te puse porque pensé que te ibas a ir con nosotros. Así que toma y no me digas que no, coño". Pese a la insistencia y los argumentos de su amigo, Raúl no quiso tomar el reloj. "Se darán cuenta de que me lo diste antes de irte y se pondrán a preguntar cosas que yo no quiero responder. No te preocupes, con reloj o sin reloj, siempre me voy a acordar de ti, de todos ustedes. Algún día nos veremos. Que tengas suerte, hermano". Un último abrazo y el Flaco se perdió en la oscuridad sin más palabras. Apenas a una semana de la partida, ya todos sabían el rumbo que habían tomado los ocupantes de las cuatro sillas vacías del aula de segundo de Bachillerato.....
La brisa siempre húmeda del Malecón le golpeó el rostro en el último tramo de escaleras. Raúl se sacudió los últimos pensamientos del Flaco y se concentró en cruzar la transitada avenida. Los mejores lugares ya estaban ocupados, pues todo el mundo sabe en La Habana que después de la lluvia salen los peces. Luego de mucho buscar, consiguió un sitio cerca de Luisito, el del edificio de al lado, que hacía un remolino sobre su cabeza con un grueso cordel de nylon al que había atado un enorme anzuelo, sin más carnada que un gorrión recién asesinado en el Prado de una certera pedrada. Saludando al vecino, se acomodó lo mejor que pudo en el diente de perro y comenzó a preparar sus útiles. Con un cuchillo en la mano, tratando de mantener el equilibrio y de no dejarse mojar demasiado por las olas, desprendió algunos caracoles aferrados al arrecife y los fue colocando en el bolsillo de su short, para luego machacarlos y utilizar el pequeño animal como carnada. Comenzaba a subir otra vez hacia su posición, marcada con el carrete, como era costumbre entre los pescadores del Malecón, cuando sintió una algarabía cerca del lugar donde reposaban sus avíos. De dos ágiles saltos ganó el firme y sorteando las afiladas irregularidades, corrió hacia donde se concentraba la muchedumbre. Tony -a quien todos apodaban El Negro-, estaba plantado en la roca con cientochentaycinco libras y casi dos metros de músculo, algo más pálido y sudoroso que de costumbre. En sus manos sostenía un grueso cordel de nylon que zumbaba y se movía de un lado a otro, como poseído por una fuerza sobrenatural. A su alrededor llovían las opiniones y los consejos sobre el tamaño, la naturaleza del animal y la mejor estrategia para sacarlo a tierra, pero El Negro había dejado de escuchar, transformado de repente en puro instinto. El cordel comenzó a lastimarle hasta el punto de hacer brotar la sangre. Alguien puso en su mano un trozo de madera y le ayudó a enrollar el sedal cobrado, pues la pequeña lata que servía de carrete bailaba ahora sobre las olas, arrojada por los pies de algún curioso, de los que acudieron al grito de "¡Picó!" del pescador. Al cabo de veinte minutos, el animal comenzó a dar muestras de cansancio. Sus idas y venidas se tornaron más lentas y El Negro comenzó a ganar más y más cordel. Cobraron vida otra vez las especulaciones y las apuestas -que si pargo, que si tiburón, que si picúa. "Caballero, de aquí comemos todos. El Negro invita." Risas. Una sombra se perfila bajo el agua, iluminada por los últimos rayos del sol. El pez, agotadas sus fuerzas por la titánica lucha, reserva sus últimas energías para tratar de liberarse en el último instante. "Tiburón, te lo dije", grita alguien. Con un halón de sus manos llagadas, El Negro sube el escualo hasta la mitad de la altura del arrecife. En un intento final de librarse de una muerte que presiente inevitable, el animal agita su cuerpo desesperadamente y está a punto de zafar el enorme anzuelo de su garganta, cuando Luisito le clava el bichero en un costado. En pocos minutos el amo de las profundidades yace inmóvil, la panza apuntando al cielo. Sin pérdida de tiempo, El Negro clava su cuchillo entre las aletas pectorales, y con rápidos movimientos abre en canal el blanco vientre. Brotan las sangrantes entrañas, el abultado estómago. "Este viene premiao" -exclama alguien. El pescador, dueño absoluto de su botín, abre de un tajo la voluminosa víscera y mete la mano sin miramientos. Un olor nauseabundo que la brisa vespertina no logra ahuyentar, hace que todos retrocedan. Sobre el arrecife, El Negro va colocando sus hallazgos: peces muertos, varios trozos de hule de diferentes tamaños y un reloj Citizen de esfera dorada que, con un goteo imperturbable de segundos, anuncia el anochecer en La Habana.

No hay comentarios: