domingo, 14 de junio de 2009

Cuento "La última batalla"


A lomos de un mulo, recorría por cuarta o quinta vez el irregular camino que conduce al Pico Duarte, la mayor altura de las Antillas. Una pertinaz llovizna amenazaba con empapar su cuerpo, pero esta inesperada dificultad no le preocupó. Al fin y al cabo, en unas horas estaría junto a sus compañeras y compañeros bajo techo, y podría compartir todo lo que traía, algo que, sin lugar a dudas, constituía la principal razón de su existencia.
Nacida en los Estados Unidos de América, viajó a Cuba por primera vez a principios de los años sesenta, como parte de una misión secreta del ejército de su país, que terminó en un rotundo fracaso. Una vez allí, entregada a un soldado cubano, le acompañó fielmente durante años, primero a Europa y luego de vuelta al Caribe, esta vez a la República Dominicana. Era la segunda vez que viajaba sola, es decir, sin la compañía de su fiel soldado, pero no olvidemos que su fin era servir, así que aún cuando extrañara el olor de su sudor y sus anchas espaldas, ella se sentía satisfecha. Un susurro del monte y la repentina oscuridad, le anunciaron que la llovizna se estaba transformando en un verdadero aguacero tropical y la posibilidad de quedar empapada hasta las entrañas se tornó real. Con un grito y el restallar de su látigo, el guía azuzó el arria de mulos, en un intento por cruzar el primer paso de río y guarecerse en la ya cercana caseta. Pronto estuvo a la vista, desde un recodo del camino, el frágil puente de tablas y bambú. El vaivén de los animales de carga disminuyó al acercarse al paso del río. El puente resultaba demasiado estrecho para que el arria pudiese atravesarlo, así que no quedaba otro camino que vadearlo echándose a la corriente. Animal acostumbrado al trabajo fatigoso y al peligro de riscos y ríadas, el primer mulo se detuvo, temeroso de enfrentar la crecida, pero sus compañeros empujaron desde atrás. Un grito estentóreo del guía le acabó de decidir y el noble bruto metió su pecho en las aguas frías del arroyo, transformado por obra de la intensa lluvia en un peligroso torrente de agua, lodo y ramas arrancadas a los árboles. Un tronco de mediano tamaño rebotó contra una enorme piedra de la orilla y fue arrojado al mismo centro de la corriente, golpeando al sorprendido animal en los cuartos traseros. Sin exhalar ni un gemido, ella salió despedida del lomo de la malograda acémila a las feroces aguas, que la zarandearon de un lado a otro macerando su cuerpo contra las pulidas piedras de las orillas, llenando su boca entreabierta de arena, dejándola caer desde improvisadas cascadas y sumergiéndola, a veces por largos minutos, en insospechados bajíos. En un par de ocasiones logró asirse a las ramas que acumulaba el río en las pequeñas isletas, pero los desechos que arrastraba la corriente golpeaban su maltratado cuerpo sin darle un minuto de reposo. Su anatomía se hizo cada vez más pesada por la cantidad de agua y arena que almacenaba en su interior. Uno de los mulos pasó por su lado luchando desesperadamente por alcanzar la orilla. Finalmente, una rama más pesada que las demás la golpeó de frente, obligándola a soltar su asidero y a entregarse nuevamente a merced de las aguas. La lluvia, lejos de cesar, arreciaba por momentos aumentando el caudal. Ya nada podía hacer sino entregarse a la voluntad de la corriente, dejarse llevar, esperar un milagro que no ocurriría... Medio kilómetro antes de llegar a la confluencia con el próximo río, una rama puntiaguda desgarró su piel maltratada y reblandecida. Brotaron sus entrañas multicolores, abandonándola a golpes de agua sucia. La arena acumulada en su interior se esparció y la envoltura de lo que fue su cuerpo, finalmente liberada de tanto peso, bailó por última vez sobre la espuma, antes de desaparecer bajo la superficie.
El fulgor de las estrellas en el cielo limpio de la cordillera, como cirios de un último homenaje, iluminaron el paso silencioso de sus restos hacia el lejano valle...
El amanecer en el valle sorprende al campesino camino de su conuco, al otro lado del río. La crecida del día anterior arrancó el endeble puente de madera y ahora tendrá que buscar un vado para cruzar. Maldiciendo entre dientes camina rió arriba hasta encontrar un paso. Aquí la corriente acumuló montones de hojas, troncos y otros desechos y formó una especie de puente natural. Haciendo equilibrio con las manos se dispone a franquearlo. Algo llama su atención justo en el centro de la improvisada barrera, semioculto bajo el mustio follaje. Aferrada a las ramas con sus tubos de metal, hay una mochila desfondada. Sobre su piel verde olivo alguien cosió una vez una pequeña bandera cubana que las aguas casi arrancaron. Debajo, aún se puede leer una inscripción: U.S ARMY.

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