martes, 16 de junio de 2009
La mano
Con los pies descalzos en la arena, mientras pateaba distraído una oxidada lata de cerveza, Anselmo, un pequeño niño de apenas ocho años, recorría la playa buscando algo de valor, olvidado quizás por algún turista pasado de tragos. Los flecos de sus pantalones cortos bailaron por un instante al compás de una fría ráfaga matutina, que le penetró traviesa por los agujeros de su vieja y descolorida camiseta. El sol asomaba tímido al borde del mar, mientras la brisa mecía suavemente los barcos amarrados al rústico muelle de madera.
Nuestro hombrecillo imaginó por un instante la posibilidad de convertirse en un Ronaldo caribeño y, tomando impulso, pateó fuertemente la lata, convertida de pronto en un blanquinegro balón, por obra y gracia de su fantasía, hacia una imaginaria y lejana portería. Casi podía escuchar los gritos de los cuarenta mil fanáticos animándolo hacia su meta. El pretendido balón, con su verde rótulo de “Presidente” dando vueltas sin cesar, rodó con rapidez hasta tropezar con un objeto metálico que apenas sobresalía de la arena. La lata se detuvo dando un salto y el sonido llamó la atención del improvisado futbolista. Anselmo se acercó despacio, mirando con atención el lugar donde se había roto el encanto de su imaginario partido. Con graves reflejos dorados, un grueso anillo asomaba su único ojo de cristal entre la arena y las algas mustias. El niño olvidó el fútbol, presintiendo un jugoso premio, más valioso que la hipotética copa mundial. Hundió los dedos en la arena y aferró emocionado su trofeo, pero otros dedos, rígidos y fríos, sujetos al anillo, le llenaron de terror. Su garganta apenas pudo ahogar un grito cuando reconoció una mano, cortada limpiamente a la altura de la muñeca, que aún parecía pedir auxilio. Anselmo retrocedió torpemente, y tropezando, cayó sobre la arena de espaldas. Entonces, la mano cobró vida. Con un movimiento espasmódico se sacudió la arena que la cubría, estiró sus dedos uno por uno, y con la agilidad de una araña, corrió por la arena hacia el niño, mientras la piedra del anillo que lucía en su dedo mayor, se tornaba de un rojo intenso. Anselmo se incorporó con la agilidad de un felino y echó a correr sobre sus propias huellas. Sus pies se hundían en la mojada arena de la playa, haciendo más difícil la huída de aquella pesadilla. El niño iba ganando terreno y poco a poco se alejaba de aquel horror mutilado que a ratos corría y a ratos saltaba sobre los montículos de arena y la gruesa alfombra de algas secas. De pronto, uno de los pies de Anselmo tropezó con un coco, olvidado junto a la orilla por la manía juguetona de alguna ola. Su cuerpo rodó sobre la blanda superficie, antes de volver a incorporarse con dificultad e intentar reanudar la carrera, pero la mano incansable había ganado terreno y se aferró con fuerza sobrenatural a una de sus piernas, haciéndolo caer nuevamente. Anselmo quedó inmóvil sobre la arena, paralizado por el terror, mientras la mano avanzaba, reptando sobre su cuerpo, hasta detenerse sobre el pecho. La piedra del anillo recuperó entonces su color brillante, su resplandeciente blancura, apenas un instante antes de que la mano saltara con siniestra precisión -era zurda-, sobre el cuello de su víctima...¡Ay Dio, ay Dio má, uxilio quemeajorca, meajorca má, uxilioooooooo! … Los gritos llegaron desde la única habitación de la humilde casucha de madera, hasta la improvisada cocina, donde la madre de Anselmo intentaba un café matutino, entre fósforos humedecidos y humo de cuaba fresca. Levantando el viejo saco que servía de puerta, la humilde mujer alcanzó a ver a su hijo que se debatía en el camastro, mientras intentaba quitarse de encima una gruesa red de pesca que había caído sobre su cabeza.
¿Qué pasó mi’jo, qué pasó?...¡Ay má, la mano, que meajorca, la mano má, quítemela por Dio, quítemela má!...¡Qué mano ni que vaina, carajo er diablo!¡Uté no ve que fue el tramallo de su padre que le cayó en la cabeza!¡Mire el suto que me ha pegao con eso grito!¡Levántese jaragán!¡Mire cuanto oficio po jacé y uté dulmiendo toavía!
La madre del niño, murmurando aún, volvió a su inconcluso café, mientras Anselmo, ya totalmente despierto, juró veinte veces no volver a escuchar esas historias de piratas que le contaba su abuelo cada noche antes de dormir.
lunes, 15 de junio de 2009
domingo, 14 de junio de 2009
"Después de la lluvia"
Desde el balcón de un cuarto piso frente al Malecón, Raúl contemplaba los últimos colores de la tarde habanera. A sus pies, el rollo de nylon ya preparado con los avíos, le invitaba a probar suerte en el mar levemente picado que se mecía a sólo unos metros de sus pies, tentándolo. Una leve llovizna era lo que quedaba del copioso aguacero que, apenas unos minutos antes, hacía correr por la cuneta la basura de dos semanas acumulada en las calles del populoso barrio de Centrohabana. "Después de la lluvia salen los peces", se dijo para animarse. La pesca en el Malecón y las salidas furtivas con Martha a alguna que otra fiesta, eran sus únicas formas de diversión, de escapar por algunas horas de una realidad cada día más difícil. "Raulito, ¿no vas a bajar hoy?.Mira que la tarde está buenísima y a lo mejor resolvemos el almuerzo de mañana." La voz de la madre desde la cocina, terminó por decidirlo. Con un movimiento ágil levantó con el pie el carrete y lo lanzó hacia arriba, atrapándolo con las manos, en una especie de maniobra circense. Se puso a toda prisa un descolorido t-shirt y se dirigió a la cocina:
- A ver, ¿qué hay de comer en esta casa hoy?- le preguntó, abrazándola por detrás.
- Una tremenda sopa. Te vas a chupar los dedos.
- Lo de tremenda quiere decir que nada más tiene fideos, ¿no?.
- ¿Y qué tú quieres, filete?.- le dijo sonriendo. Todavía no he terminado el curso de magia, así que hoy comerás sopa.
- Sí, pero de pargo, - le contestó Raúl alzando el carrete en su mano. Superfisherman va al ataque.
- Está bien, pero ten cuidado, ¿sí?. Nada de disparates.
- No te preocupes, vieja. Tú sabes que yo no entro en eso.
Disparatebalsamalecónmadrugada-frío-estrechodefloridaguardacostamiedotiburón-olasdetresmetroshambresedinsolaciónmuertelibertadyaquecarajoimporta... Mientras bajaba los escalones de dos en dos, pensó por un momento en Carolina, la rubia que era capaz de tirarse a cualquiera con tal de entrar a una discoteca, en Pedrito, el tipo que más cuentos de relajo se sabía en todo el Pre, en Andrés, siempre con su guitarra a cuestas cantando canciones de Silvio y Pablo y últimamente también de Willi Chirino, en El Flaco, su socio del alma, con quien había compartido penas y glorias, causas y azares. El Flaco le dijo en el último minuto lo de la balsa: "Asere, nos vamos mañana pa' la Yuma. Esta mierda no hay quien la aguante. Ven con nosotros". El tono del Flaco era de absoluta resolución y Raúl no dudó ni por un instante que aquello fuera cierto, aunque se resistiera a creerlo. "Broder, hazme caso, esto se jodió hace tiempo. Aquí no hay más nada que hacer". Raúl ni siquiera lo pensó. Cuando la vieja se enterara, no sobreviviría al susto, a la incertidumbre. Además, quizás hubiera esperanzas todavía. Perdería su grupo, es cierto, pero quién sabe, quizás algún día las cosas cambiaran... Cuando el Flaco se percató de la irreversibilidad de su negativa y entendió, o simuló entender sus razones, no insistió más. "Confío en ti, -le dijo. De esto no se puede enterar nadie, si no, nos parten la vida. Tú lo sabes". Tras un fuerte abrazo, el Flaco se quitó de la muñeca el Citizen de esfera dorada que le había prestado tantas veces para impresionar a las niñas. "Toma, te lo dejo. Allá me compraré otro." Raúl no quiso aceptarlo, pero el Flaco insistió. "Tómalo. Yo hice una lista de todas mis cosas con los nombres de la gente a las que quiero que se las entreguen. A ti no te puse porque pensé que te ibas a ir con nosotros. Así que toma y no me digas que no, coño". Pese a la insistencia y los argumentos de su amigo, Raúl no quiso tomar el reloj. "Se darán cuenta de que me lo diste antes de irte y se pondrán a preguntar cosas que yo no quiero responder. No te preocupes, con reloj o sin reloj, siempre me voy a acordar de ti, de todos ustedes. Algún día nos veremos. Que tengas suerte, hermano". Un último abrazo y el Flaco se perdió en la oscuridad sin más palabras. Apenas a una semana de la partida, ya todos sabían el rumbo que habían tomado los ocupantes de las cuatro sillas vacías del aula de segundo de Bachillerato.....
La brisa siempre húmeda del Malecón le golpeó el rostro en el último tramo de escaleras. Raúl se sacudió los últimos pensamientos del Flaco y se concentró en cruzar la transitada avenida. Los mejores lugares ya estaban ocupados, pues todo el mundo sabe en La Habana que después de la lluvia salen los peces. Luego de mucho buscar, consiguió un sitio cerca de Luisito, el del edificio de al lado, que hacía un remolino sobre su cabeza con un grueso cordel de nylon al que había atado un enorme anzuelo, sin más carnada que un gorrión recién asesinado en el Prado de una certera pedrada. Saludando al vecino, se acomodó lo mejor que pudo en el diente de perro y comenzó a preparar sus útiles. Con un cuchillo en la mano, tratando de mantener el equilibrio y de no dejarse mojar demasiado por las olas, desprendió algunos caracoles aferrados al arrecife y los fue colocando en el bolsillo de su short, para luego machacarlos y utilizar el pequeño animal como carnada. Comenzaba a subir otra vez hacia su posición, marcada con el carrete, como era costumbre entre los pescadores del Malecón, cuando sintió una algarabía cerca del lugar donde reposaban sus avíos. De dos ágiles saltos ganó el firme y sorteando las afiladas irregularidades, corrió hacia donde se concentraba la muchedumbre. Tony -a quien todos apodaban El Negro-, estaba plantado en la roca con cientochentaycinco libras y casi dos metros de músculo, algo más pálido y sudoroso que de costumbre. En sus manos sostenía un grueso cordel de nylon que zumbaba y se movía de un lado a otro, como poseído por una fuerza sobrenatural. A su alrededor llovían las opiniones y los consejos sobre el tamaño, la naturaleza del animal y la mejor estrategia para sacarlo a tierra, pero El Negro había dejado de escuchar, transformado de repente en puro instinto. El cordel comenzó a lastimarle hasta el punto de hacer brotar la sangre. Alguien puso en su mano un trozo de madera y le ayudó a enrollar el sedal cobrado, pues la pequeña lata que servía de carrete bailaba ahora sobre las olas, arrojada por los pies de algún curioso, de los que acudieron al grito de "¡Picó!" del pescador. Al cabo de veinte minutos, el animal comenzó a dar muestras de cansancio. Sus idas y venidas se tornaron más lentas y El Negro comenzó a ganar más y más cordel. Cobraron vida otra vez las especulaciones y las apuestas -que si pargo, que si tiburón, que si picúa. "Caballero, de aquí comemos todos. El Negro invita." Risas. Una sombra se perfila bajo el agua, iluminada por los últimos rayos del sol. El pez, agotadas sus fuerzas por la titánica lucha, reserva sus últimas energías para tratar de liberarse en el último instante. "Tiburón, te lo dije", grita alguien. Con un halón de sus manos llagadas, El Negro sube el escualo hasta la mitad de la altura del arrecife. En un intento final de librarse de una muerte que presiente inevitable, el animal agita su cuerpo desesperadamente y está a punto de zafar el enorme anzuelo de su garganta, cuando Luisito le clava el bichero en un costado. En pocos minutos el amo de las profundidades yace inmóvil, la panza apuntando al cielo. Sin pérdida de tiempo, El Negro clava su cuchillo entre las aletas pectorales, y con rápidos movimientos abre en canal el blanco vientre. Brotan las sangrantes entrañas, el abultado estómago. "Este viene premiao" -exclama alguien. El pescador, dueño absoluto de su botín, abre de un tajo la voluminosa víscera y mete la mano sin miramientos. Un olor nauseabundo que la brisa vespertina no logra ahuyentar, hace que todos retrocedan. Sobre el arrecife, El Negro va colocando sus hallazgos: peces muertos, varios trozos de hule de diferentes tamaños y un reloj Citizen de esfera dorada que, con un goteo imperturbable de segundos, anuncia el anochecer en La Habana.
Cuento "La última batalla"
A lomos de un mulo, recorría por cuarta o quinta vez el irregular camino que conduce al Pico Duarte, la mayor altura de las Antillas. Una pertinaz llovizna amenazaba con empapar su cuerpo, pero esta inesperada dificultad no le preocupó. Al fin y al cabo, en unas horas estaría junto a sus compañeras y compañeros bajo techo, y podría compartir todo lo que traía, algo que, sin lugar a dudas, constituía la principal razón de su existencia.
Nacida en los Estados Unidos de América, viajó a Cuba por primera vez a principios de los años sesenta, como parte de una misión secreta del ejército de su país, que terminó en un rotundo fracaso. Una vez allí, entregada a un soldado cubano, le acompañó fielmente durante años, primero a Europa y luego de vuelta al Caribe, esta vez a la República Dominicana. Era la segunda vez que viajaba sola, es decir, sin la compañía de su fiel soldado, pero no olvidemos que su fin era servir, así que aún cuando extrañara el olor de su sudor y sus anchas espaldas, ella se sentía satisfecha. Un susurro del monte y la repentina oscuridad, le anunciaron que la llovizna se estaba transformando en un verdadero aguacero tropical y la posibilidad de quedar empapada hasta las entrañas se tornó real. Con un grito y el restallar de su látigo, el guía azuzó el arria de mulos, en un intento por cruzar el primer paso de río y guarecerse en la ya cercana caseta. Pronto estuvo a la vista, desde un recodo del camino, el frágil puente de tablas y bambú. El vaivén de los animales de carga disminuyó al acercarse al paso del río. El puente resultaba demasiado estrecho para que el arria pudiese atravesarlo, así que no quedaba otro camino que vadearlo echándose a la corriente. Animal acostumbrado al trabajo fatigoso y al peligro de riscos y ríadas, el primer mulo se detuvo, temeroso de enfrentar la crecida, pero sus compañeros empujaron desde atrás. Un grito estentóreo del guía le acabó de decidir y el noble bruto metió su pecho en las aguas frías del arroyo, transformado por obra de la intensa lluvia en un peligroso torrente de agua, lodo y ramas arrancadas a los árboles. Un tronco de mediano tamaño rebotó contra una enorme piedra de la orilla y fue arrojado al mismo centro de la corriente, golpeando al sorprendido animal en los cuartos traseros. Sin exhalar ni un gemido, ella salió despedida del lomo de la malograda acémila a las feroces aguas, que la zarandearon de un lado a otro macerando su cuerpo contra las pulidas piedras de las orillas, llenando su boca entreabierta de arena, dejándola caer desde improvisadas cascadas y sumergiéndola, a veces por largos minutos, en insospechados bajíos. En un par de ocasiones logró asirse a las ramas que acumulaba el río en las pequeñas isletas, pero los desechos que arrastraba la corriente golpeaban su maltratado cuerpo sin darle un minuto de reposo. Su anatomía se hizo cada vez más pesada por la cantidad de agua y arena que almacenaba en su interior. Uno de los mulos pasó por su lado luchando desesperadamente por alcanzar la orilla. Finalmente, una rama más pesada que las demás la golpeó de frente, obligándola a soltar su asidero y a entregarse nuevamente a merced de las aguas. La lluvia, lejos de cesar, arreciaba por momentos aumentando el caudal. Ya nada podía hacer sino entregarse a la voluntad de la corriente, dejarse llevar, esperar un milagro que no ocurriría... Medio kilómetro antes de llegar a la confluencia con el próximo río, una rama puntiaguda desgarró su piel maltratada y reblandecida. Brotaron sus entrañas multicolores, abandonándola a golpes de agua sucia. La arena acumulada en su interior se esparció y la envoltura de lo que fue su cuerpo, finalmente liberada de tanto peso, bailó por última vez sobre la espuma, antes de desaparecer bajo la superficie.
El fulgor de las estrellas en el cielo limpio de la cordillera, como cirios de un último homenaje, iluminaron el paso silencioso de sus restos hacia el lejano valle...
El amanecer en el valle sorprende al campesino camino de su conuco, al otro lado del río. La crecida del día anterior arrancó el endeble puente de madera y ahora tendrá que buscar un vado para cruzar. Maldiciendo entre dientes camina rió arriba hasta encontrar un paso. Aquí la corriente acumuló montones de hojas, troncos y otros desechos y formó una especie de puente natural. Haciendo equilibrio con las manos se dispone a franquearlo. Algo llama su atención justo en el centro de la improvisada barrera, semioculto bajo el mustio follaje. Aferrada a las ramas con sus tubos de metal, hay una mochila desfondada. Sobre su piel verde olivo alguien cosió una vez una pequeña bandera cubana que las aguas casi arrancaron. Debajo, aún se puede leer una inscripción: U.S ARMY.
sábado, 13 de junio de 2009
Los Cubanos
Una reflexión de María...
Si creemos en el Karma, pensaremos que algo muy grande tenemos que pasar los cubanos, que la cifra de errores y pecados que cometimos en otras vidas tiende a + infinito y estaremos eternamente condenados a reencarnar hasta el final de los tiempos. Hoy portamos pasaportes haitianos, españoles, dominicanos, gringos, africanos, peruanos, pero sobre todo el pasaporte del país del nunca jamás. Marcados por la ley de ajuste cubano, por la búsqueda eterna de las esencias y de la verdad absoluta, poseemos el peor defecto postmoderno: morir lentamente si perdemos los sueños.
Creímos en un mundo de espejismos, que solo existió en las sombras de la” caverna “ en la que nos encadenaron, pero al final lo vimos caer ante nuestros ojos como un deslumbrante palacio de cristal roto. Entonces nos refugiamos en Dios, o en el sexo o las drogas, en nosotros mismos, en la familia o en la meta de huir costara lo que costase o todo al mismo tiempo: al final solo quedó el sin olvido y un extraño sabor en los labios.
Con hijos que oran con el Corán, o evangélicos, o comunistas, o demócratas; con hijos diferentes de todos los colores y banderas, vaga el pueblo cubano buscando un planeta perdido del que solo quedan ecos en su mente y que si algún día existió hoy solo vive en el mundo de las ideas, pero allá duerme esperando tiempos mejores.
Sin su madre patria, con madrastras a veces complacientes y otras llenas de crueldad, mineros en Bolivia, maestros en dominicana, vendedores de helado o policias en Miami, putas en España, ejecutivos en México, escritores en Londres, nos vemos envueltos en la vorágine del diario vivir o del buscar para seguir existiendo.
Y la distancia nos devora la raíz con sus dientes de hielo: los que no escapan, esos viejos de la jaba y el mercadito y esos jóvenes de Alamar Express, al final nos resultan a los de fuera más desconocidos que los que caminan junto a nosotros las calles de nuestra Patria –Madrastra. Sin embargo, esos -que no quieren o no pueden huir, pues “los muertos no los dejan salir del cementerio”- esos también sufren y esperan.
Y sabemos que los que quedaron en la caverna, esperando viven y soñando mueren y a veces son felices cuando les llega el biombo, cuando les nace un hijo, o cuando tienen F.E. Y los que logramos escapar soñando vivimos y esperando morimos, y somos felices a veces, cuando cobramos y compramos flores o cuando sonríen nuestros hijos frente al mar.
¿Y qué soñamos, y que esperamos.?….. eso solo lo sabe un cubano, tal vez podrían preguntarnos. Pero les aviso, nunca podrán entendernos : los cubanos y nuestros sueños “ya no somos de este mundo”.